Desde el inicio advierto que lo que aquí leerá el que quiera leer es una relación de sensaciones, escrita a modo de desahogo higiénico, sin ningún aval científico y con la escasa autoridad que pueden conferirme más de treinta años de experiencia docente que, unidos a los más de veinte que pasé en las aulas como discente, me convierten en una especie de ζῷον διδασκαλικόν, un “animal de escuela”.
Percibo un cansancio infinito en el profesorado, vapuleado por una reforma educativa tras otra, sin que se pueda apreciar mejoría notable con el vaivén.
Percibo, y esta es una sensación que aumenta con los años, que la realidad del aula va por un lado y las leyes y la administración educativas por otro. Es principio admitido que las leyes han de ir ajustándose a la realidad, que siempre va por delante; en educación lo hacemos al revés: tenemos que adaptar la realidad a las leyes. Se nos impone una ley desde arriba, y su brazo ejecutor es una administración educativa integrada por políticos y asesores docentes de todo pelaje, entre los que abundan aquellos que han huido del aula mucho tiempo ha, docentes que ya no son dignos de tal nombre porque su actividad no es docere, y que, por ende, tienen escaso conocimiento de la realidad de los centros educativos.
A mi edad, no me preocupa demasiado que las leyes educativas vayan por un lado y la realidad por otro. En verdad, las últimas reformas no han sido otra cosa que papel mojado. Tengo para mí que, independientemente de las leyes que nuestros políticos tengan a bien aprobar, un docente bien formado, que domina su disciplina y actualiza su metodología, sabe perfectamente qué y cómo tiene que enseñar al alumnado que tiene delante. Y eso es lo que procura hacer cada curso de la mejor manera posible.
Sin embargo, es preocupante no tener de tu lado a la administración educativa, porque esto incide directamente en lo que sucede en el aula. Sus decisiones son absolutamente determinantes para nuestro trabajo de cada día. Si la administración educativa decide gastar su (nuestro) dinero en, pongamos por caso, las aulas del futuro llenas de colorido mobiliario de diseño y cachivaches tecnológicos, pero no tiene dinero para, verbi gratia, dotar de recursos humanos a los centros para atender a la diversidad, es evidente que está perjudicando a determinado alumnado y que no está efectivamente favoreciendo la inclusión educativa, tan cacareada en su nueva ley.
Creo que los docentes estamos más que hartos de la mala literatura pedagógica, abstrusa y hermética en muchas ocasiones. No necesitamos más jerigonza vacua. Lo que necesitamos en la escuela es calma, hacer las cosas despacio, serenidad y confianza. No puede ser que hoy maestros y profesores estén más preocupados por la burocracia y la parafernalia con la que van a tener que empapelar sus despachos y los de sus bienquistos inspectores, que por preparar cumplidamente sus clases. No puede ser que los equipos directivos tengan que mendigar los recursos humanos que sus centros precisan; ítem más con los recursos materiales. No puede ser que pretendamos ofrecer una formación profesional de calidad, pero apenas la dotemos para adquirir material fungible. No puede ser que tengamos tantos “liberados”, dizque embarcados en interesantísimos proyectos, mientras en las aulas maestros y profesores no dan abasto. No puede ser que quienes estamos en el aula tengamos que soportar las veleidades y quimeras de quienes inventan proyecto tras proyecto en sus despachos, siempre a costa de nuestro quijotesco voluntarismo. Alguien debe parar esto. Necesitamos calma, serenidad y confianza.
Una buena administración educativa debe seleccionar bien a los docentes, formarlos adecuadamente y dejarlos trabajar en paz, confiar en ellos; debe también invertir en recursos humanos y en infraestructuras y, hecho todo esto, debe evaluar rigurosamente el trabajo de esos docentes. Todo lo demás es actuar fuera de la realidad. Todo lo demás son reformas de papel.