03 mayo, 2018

Innovar


Tengo la impresión de que cada vez cuesta más definir términos, sacarlos de la banalización que un uso indiscriminado les impone. Y me parece que muchas discusiones no son más que disputas sobre palabras, logomaquias, como algunos eruditos dicen. Me pasa últimamente con el término “innovación” referido al ámbito educativo.

Innovar es transformar algo introduciendo alguna novedad, o encontrar una nueva forma de hacer las cosas. Es algo esencialmente raro, poco frecuente. ¿Cuántas personas son realmente capaces de encontrar algo nuevo y transformar con ello su quehacer? Pocas, muy pocas. Yo llevo casi treinta años en la docencia y aún no he tenido la dicha de decir: “mira, esto es realmente nuevo y eficaz”. Tal vez he tenido mala suerte, porque en las redes no pasa un día sin que motejen de innovadores a diestro y siniestro a un sinnúmero de docentes.

Tal vez es que yo restrinja demasiado el concepto de “innovación”. Ya sabemos, para los clásicos nihil novum. No sé qué podría ser innovador en educación. Ni siquiera sé si se necesita una innovación. Es como la rueda: ya está inventada; innovar haciéndola cuadrada, por ejemplo, no parece muy sensato. Y en educación me temo que a menudo innovamos cuadrando la rueda.

Adaptarse a los tiempos y a los alumnos no creo que sea innovar. Yo no soy innovador por usar la lavadora en lugar de hacer la colada a mano. Sería innovador si con esa lavadora soy capaz de, además de lavar la ropa, conseguir otros beneficios, por ejemplo, que la ropa salga planchada. Estaría consiguiendo algo nuevo, que además es objetivamente una mejora. Claro que si llamamos innovación al detergente o suavizante que utilizamos, pues todos podemos innovar: no habría mérito alguno.

Insisto: quizá mi concepto de innovación sea demasiado estrecho, pero aún no veo las mejoras objetivas que todas esas innovaciones que hoy pretenden vendernos han traído a la educación. Y sin mejora, no hay innovación educativa.

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